Contra la democracia


Creo en la Democracia (grande, en mayúsculas) más que en los Santos Reyes y en la lucha libre. No obstante, he de reconocer que estas últimas elecciones han reafirmado mi escepticismo por el sufragio efectivo. Borges, ciego y todo, notó que las votaciones eran un abuso de la estadística. En efecto, ¿por qué suponer que la gente sabe si le conviene más este candidato que aquél? ¿Todos sabemos de política y conocemos las mañas, buenas o malas, de los candidatos? Obviamente no.

Esto quiere decir que en el mejor de los casos, la democracia es una creencia demasiado optimista o una buena intención sin sustento, como la enorme mayoría de éstas. No referiré la concebida nómina de irregularidades que pueden ocurrir (y ocurren) en una elección. No voy a hablar aquí de las incidencias y anomalías, porque en teoría tendrían que ser eso. Supondré que en efecto el acarreo, la compra de votos, la coacción y la presión en todas sus formas (conjunto de actividades que hoy se denominan “operación”)  son en efecto, la excepción y no la norma.

Aún así, si en el colmo del entusiasmo o la credulidad suponemos que todo sale bien, veremos que de todas formas nuestra democracia falla. Hay un problema estructural que se encuentra en los mismos elementos de la contienda, y es insalvable. Comencemos por los candidatos. Existe un derecho fundamental que es el de asociación, que nos permite pertenecer a un partido político o a otro (o a ninguno). La existencia de este derecho es indispensable, porque si no, ingresar a un partido sería una especie de esclavitud ideológica.

En la práctica esto se traduce en una danza en la cual los actores de la vida política brincan de un partido a otro sin más límite que la necesidad particular de ganar una curul o una presidencia municipal. ¿Cómo puede alguien ser hoy el más aguerrido militante del PRI y de un momento a otro el más convencido panista y más tarde el más fiel perredista, panalista o lo que sea? Lo peor del caso es que este chapulineo descarado no es una actitud censurable: es un derecho inalienable.

Otro tanto ocurre con los partidos y sus llamadas alianzas. ¿Por qué el partido más izquierdista se puede unir a su oponente ideológico o a cualquier otro partido sin ningún ajuste de sus principios o documentos básicos? En el mapa de la política mexicana los puntos de referencia son móviles y nos impiden dirigirnos a ninguna parte. El norte es el sur, arriba es abajo.

Y esta figura de las alianzas es sin duda la más absurda y digna de revisión. Una demostración de esto, por reducción al absurdo, es suponer que en el extremo, un candidato asaz carismático podría conjuntar a todas las fuerzas de la política y crear la súper alianza de todos los partidos. Entenderemos que en este momento las reglas del juego nos habrán negado la posibilidad de elegir. La figura de la alianza nos habrá devuelto a la antidemocracia total que se vivió en la elección de López Portillo, cuando él fue el único candidato que figuró en las boletas electorales.

Creer en la democracia nos es diferente de cualquier otra creencia. No es una convicción política: es un acto de fe. Y sin mucho sustento, cabe aclarar.

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